Son las ocho de la mañana, tengo ocho años y mi madre me despierta con una marioneta de hilos cantando y bailando sobre mi cama. “Soy Siriaco y bailo con los tacos… Soy Siriaco y bailo yo así… Tirirí, tirirí, tirirí”. Una banda sonora que llama a la rutina.
No quiero estar en el mundo real. Ahora mismo no. Abro los ojos de mal humor porque, encima, quiero volver al sueño en el que daba un garbeo por el barrio, en moto, con Roberta, la pelirroja de Rebelde. Justo estábamos a punto de darnos un beso cuando mi madre me ha tirado de cabeza al mundo real.
—¡Arriba el campo, que hoy es el primer día de clase! —suelta mi madre con alegría—. ¿Tienes ganas, Carlos?
Sí, ganas de desaparecer de la faz de la tierra.
Vuelvo al presente. Estoy sentado frente al ordenador escribiendo este último artículo —por llamarlo de alguna forma— que pone punto y final a unas breves historias de verano. Y es que septiembre ya no es verano. Septiembre es año nuevo. Es vuelta a la rutina, vuelta a la realidad después de un sueño estival, y eso, de pequeño, no mola. Quería quedarme en casa, ver la tele durante todo el día y comer helado. No tener que hacer deberes, no tener que estudiar, no tener que estar cinco o seis horas sentado fingiendo una atención que no estaba prestando. Ahora, años después, al Carlos que está escribiendo en estos momentos en el teclado, septiembre le da un poco de vértigo.
El momento que más disfrutaba —probablemente uno de los pocos— de la vuelta al cole era el hacerme con una nueva colección de materiales que me encargaría de desgastar y perder durante todo el curso. Estuche y mochila. Lápices de colores. La cola en la papelería para comprar los libros de texto. Agenda y subrayadores. Gomas que se multiplicarán en pedazos en poco tiempo. Bics que explotarán, se perderán o, en el mejor de los casos, acabarán mordidísimos.
No tenía en la cabeza escribir esto. Creo que la culpa la tiene el que ayer entrara en un chino y fuiera directo a la parte de papelería. Libretas y agendas en cantidades industriales y tan bien colocadas, como seduciéndome. Y el olor. Olor a papel y plástico y a vuelta. A retorno. Juro que fue extraño. Quería volver a vivir la ilusión de comprar libretas nuevas y escribir mi nombre en la tapa y decidir cuál era para qué asignatura. Volver a vivir el último día de verano y el primero de colegio, aunque en su momento lo odiara. Juro que quise volver a vivir el paseo, cada mañana, del camino al colegio que hacía con mi madre. Ir a casa de mi abuela a comer después de clase y el olor a potaje que invadía la casa y te invadía a ti nada más abrir la puerta. Elegir pupitre y resumir el verano a tus amigos. Incluso volver a aquellos días, pocos, de comedor y la promesa de “tres cucharadas más y ya está”.
Ahora pienso que, probablemente, esta sea la mejor forma de acabar esas Historias de Verano. Porque todo verano tiene su fin y su vuelta al cole. Quizás a ti, que estás al otro lado de la pantalla leyendo esto, no te haya aportado nada nuevo, ni especial. Quizás ni siquiera una sonrisa. Pero espero que, al menos, por un momento también te hayas transportado a aquellos tiempos. Yo lo necesitaba y lo he conseguido.
Y, por supuesto, gracias por haber leído.
Feliz vuelta al cole.
* Imagen de cabecera de Feliphe Schiarolli.
Me ha encantado tu "Vuelta al cole", sobre todo porque lo sigo haciendo cada año, ahora como profe. Y sí, yo también siento ese vértigo.
ResponderEliminar¡Me alegra tanto leer tus palabras, Lurdes! Ay, ese vértigo que hace cosquillas en el estómago... A veces es tan necesario. ¡Abrazote grande!
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