Muerto cuatro estrellas


Tenía que ser inoportuno hasta para morirse. Justo el segundo día de vacaciones. Porque mi marido se ha empeñado toda su vida en hacerme la mía un poquito más complicada y porque siempre ha sido muy oportuno. Para una vez que salimos de la península, que vamos a un hotel cuatro estrellas en Formentera para darnos el lujo ahora que los niños son mayores, la tiene que palmar. Y para colmo los seis días que nos quedaban en el hotel es dinero y relax perdidos.

Yo creo que lo hizo a propósito. Lo de morirse, digo. ¿Quién se atraganta en la piscina con un trozo de espetec y luego se ahoga? Y que si no lo hizo a propósito lo tiene merecido. Por ansias. Que desde que lo conocí no ha cambiado ni un poquito. Un ansias y un inoportuno. Y encima enano, porque al menos llega a hacer pie en el agua y la palma de una sola cosa.

La peor parte —quitando lo de la muerte— me la he llevado yo, que he tenido que mover todo para que lo trajeran de vuelta al pueblo. Y que todavía no me ha quedado muy claro si él —mi marido, el muerto— ha viajado en el avión en cabina o lo han tenido que facturar, porque de todo eso se ha encargado el señor de la funeraria. Lo bueno es que como era pequeñín igual lo han podido subir como equipaje de mano.

Menos mal que mi marido estaba muerto y no ha visto el funeral, porque ha sido patético. Yo intentando contactar con los más cercanos para informar del nuevo estado vital de mi marido —muerto—, pero nadie daba señales de vida —perdón. Todos por ahí de vacaciones y mientras yo velando a un muerto que ha jodido las mías. Tiene cojones. Que ya podría haber tenido la decencia de, si tenía que morirse, al menos hacerlo en el avión de vuelta. Pero no. Para no venir no han venido ni los niños, que están por ahí de vacaciones con sus amigotes y lo único que me han enviado son gifts de animalitos tristes. Cría cuervos que, cuando se hagan mayores, un coma etílico le parecerá mejor plan que pasar la tarde contigo.

Al final sólo ha venido el repartidor del restaurante chino porque a media tarde se me ha abierto el estómago. Aunque debería haber pedido una pizza, porque este no tenía ni puta idea de español y no ha podido darme charleta. Que estar en un tanatorio se hace cuesta arriba, pero si encima no tienes a nadie que te entretenga ya es hacer puenting a la inversa.

Menos mal que a media tarde la cosa se animó un poqutio. Escuché unos gritos por los pasillos. Así como muy desgarradores, como de película de terror. Me asomé para ver qué pasaba y me encontré a una mujer sola, más o menos de mi edad, ensañada contra una pared como si fuera un saco de boxeo.

—¿Estás bien? —le pregunté manteniendo las distancias, no fuera a ser que estuviera loca y yo que sé, se lanzara sobre mi cuello para morderme la yugular. Que mi marido vale, pero yo todavía no estoy preparada para ir al más allá.
—Cabrón de mierda, cabrón de mierda, cabrón de mierda... —La mujer parecía poseída, le faltaba un poco de espuma en la boca—. Cabrón de mierda, ¡te has tenido que morir en pleno agosto!
—¿Tu marido?
—Sí... ¡En plenas vacaciones! —La boxeadora de uñas postizas arrancó de nuevo a arrearle al muro de ladrillo.
—Nos ha jodido, ¡el mío también! ¿Dónde estábais?
—El Caribe.
—Pobrecita… Estoy aquí para lo que necesites.

Seguí hablando con ella mientras la acompañaba a por un poco de hielo para los nudillos, que los tenía hecho un cristo. La verdad es que me sentí bastante mejor. Siempre consuela saber que hay personas que lo están pasando peor que tú.

—El único consuelo que me queda es el seguro, que nos reembolsa los días perdidos en el hotel —me dijo. Hizo una pausa. Me miró con los ojos brillantes—. Vámonos. Tú y yo. Lejos. A acabar nuestras vacaciones.

Así que aquí estoy, haciendo la maleta con las cenizas de mi marido mirándome desde encima de la cómoda. No, Alfonso, no me mires así porque esta vez no te llevo, que seguro que me la vuelves a liar.

Al salir del tanatorio al menos alguien más se interesó por mí. Google me preguntó cómo valoraba mi experiencia. Cuatro estrellas, Google. Cuatro estrellas.

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