La vieja loca



La abuela está loca. Por mucho que mamá diga que lo que está es mayor, lo que está es loca. Lo que pasa es que mamá quiere encubrir la locura de la abuela en la vejez, porque mamá es muy lista, porque mamá sabe que la locura es hereditaria y ella no quiere acabar así.


Si alguien no me cree, si alguien piensa que la que está loca soy yo, que venga un día a mi casa. Que venga un día y que se siente en la terraza con la abuela, porque la abuela está todo el día en la terraza, desde que se despierta hasta que se acuesta. Y un día, me lo estoy temiendo, le va a dar un chungo. Porque el toldo está roto, no baja, lo hemos intentado pero no baja, está encasquillado arriba, y a la vieja le da el sol de frente durante todo el día. Que mamá dice que la orientación de la terraza es maravillosa, que da al sur, que le da el sol todo el día, pero verás tú como un día salga y se encuentre a la abuela consumida como una colilla en un cenicero. Porque yo cada día la veo más así, como un piti, consumiéndose, y ya no sé si es que envejece a una velocidad supersónica o es que se nos está deshidratando.


La abuela se pasa todo el día en la terraza porque está esperando a que lleguen los marcianos a por ella. Porque dice que vendrán a llevársela y ella está encantada con la idea. Pero es que, además, dice que ya ha hablado con uno de ellos, con uno verde y majísimo, que le dijo que vendría con su nave para llevársela a su planeta. Pero abuela, ¿cómo coño vas a hablar con un marciano?, le pregunté yo una vez. Con la mente, ¿cómo voy a hablar si no?, me respondió. Así, como si fuera lo más normal del mundo. Como si la que estuviese loca fuese yo. Hay que joderse.


Y erre que erre con los marcianitos, que no tiene otro tema de conversación. El primer día y el segundo —el tercero ya se cansó y ni siquiera lo intentó—, mamá le puso en el salón a Juan y Medio en la tele, que siempre le ha encantado a mi abuela, a ver si así conseguía que se metiera para dentro. Pero ni eso. Que ella ya no se levanta de la silla de la terraza como no sea para dormir, mear o cagar.


Un día salgo, es que me lo veo venir, y me encuentro a la vieja achicharrada viva. Y yo diciéndole a mamá que hay que hacer algo, no sé, meterle una pastilla de esas que dejan a los abuelos como tiesos pero sin llegar a matarlos, que los dejan como muñecos, para que la podamos meter para dentro. Yo creo que es la única solución, pero ya no se lo repito más a mamá, porque la última vez que se lo dije me metió un guantazo. Y a mí me puedes hacer entrar en razón de muchas formas, porque no estoy loca, pero agredirme físicamente no. Porque entonces te hago la cruz de por vida.


Es solo una semana, me dijo mamá después de meterme la hostia, siete días y ya la llevamos otra vez a la residencia, y allí que se las apañen. Yo no le contesté, porque después de la guantada no tenía yo cuerpo para mantener una conversación.


Han pasado seis días y la vieja no ha muerto. Pero ahí sigue, en la terraza, mirando al cielo y esperando a que vengan a por ella. Yo no sé si será por las cataratas que tiene, pero me sorprende la cantidad de tiempo que puede estar la mujer mirando al sol sin parpadear. Verás que me voy a quedar con una abuela, además de loca, ciega.


Esta tarde, como es la última porque mañana ya mamá se la lleva de vuelta a la residencia, me ha dado pena y he decidido sentarme un ratito con ella. Como no sabía cómo empezar la conversación, porque esto de hablar con locos me da un poco de apuro, he comenzado diciendo:


—Todavía no han venido, ¿no?


Ella no me ha contestado. Ni siquiera me ha mirado. Únicamente ha negado con la cabeza y yo he pensado que, para eso, mejor quedarme callada. Así que no he vuelto a abrir la boca pero me he quedado ahí, sentada a su lado, echando el rato.


Y lo que ha pasado entonces ha sido fuerte. Mazo fuerte. Así, como en un relámpago, cuando el sol ya se estaba poniendo, han aparecido en el cielo una serie de luces de colores. Blancas, azules, verdes, rojas, como de puticlub. Me he quedado flipando. Pensaba que era el efecto este que pasa cuando estás mucho tiempo al sol, que empiezas a ver como lucecitas de colores. Pero no. Parpadeaba y seguían ahí, cada vez más grandes, más fuertes, más intensas, como si estuvieran acercándose.


Entonces he mirado de reojo a la abuela y estaba sonriendo y con la sonrisa se le estiraba la cara y le desaparecían como un poco las arrugas, como si se hubiese vuelto a hidratar, como si se hubiese bebido de golpe una garrafa de ocho litros de Bezoya. Y con esa sonrisa se ha girado hacia mí y me ha dicho:


—¿Ves? Y tú no me querías creer.


* Foto: Miles Aldridge fotografiando a Estelle Chen para Vogue Italia (Junio 2015)

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