Todo el año partiéndome el lomo trabajando en el supermercado, que tengo jodido el túnel carpiano de pasar tanto código de barra. Y, además, tener que vivir toda una batalla campal con mi encargada en mitad del pasillo seis, entre los desodorantes y las compresas, para poder conseguir las dos últimas semanas de agosto de vacaciones y poder irnos a Marina Do’r, al pisito que mi hermano se compró cuando el boom, cuando no paraban de anunciarlo por la tele. El piso no es nada del otro mundo, tiene algunas paredes desconchadas, pero está bien. Allí se desconecta, se está cerca de la playa, no hay nada más que hacer que ir a darse un baño, a tomarse el sol y a estar con los sobrinos, que son una monería y que, desde que mi cuñada se murió —pobrecita, qué mala suerte, se tragó una mosca y la palmó—, los niños están faltos de cariño y agradecen la compañía de una.


Pero entonces es cuando a mi marido, tres días antes de partir, que tenía hasta el neceser ya hecho, le dicen que tiene que quedarse todo agosto trabajando en el almacén. Que a uno de sus compañeros le ha pillado el brazo una máquina, que se lo han tenido que amputar, y que van a necesitar más mano de obra. Porque el señor, pobrecito mío, mano ya no tiene.


Y aquí estoy yo, que me quedo sin vacaciones. Porque Marina Do’r muy bien, pero yo sin mi marido, sola ante el peligro, no me atrevo a pasar mis dos semanas libres con mi hermano, que está llorando todo el día por su mujer muerta y que le ha cogido pavor a las moscas, los mosquitos y a cualquier bicho volador; y con mis sobrinos, que son muy monos y todo lo que tú quieras, pero están en la edad del pavo y yo, a la mínima tontería, capaz soy de echarles a cada uno un Orfidal en el Cola Cao. Y no me gustaría llegar a esos límites, que seguro que drogarles de esa forma a esas edades les afecta al crecimiento, y verás tú como se queden en el metro y medio de por vida y por mi culpa, lo mal que me iba yo a sentir.


Pero a mí, desde bien pequeña, las monjas en el colegio me enseñaron a ver el lado bueno de las cosas. ¿Y qué hay de bueno en pasar las vacaciones en Madrid? Que al menos una tiene una casa con terraza, que mucho trabajo nos costó terminar de pagar la hipoteca. Y aquí fuera echo yo mis tardes-noches. Eso sí, sola no… Porque de tanta gente como acaba en la terraza, un día me estoy viendo que se nos desprende el suelo y acabo con el mondongo plantado sobre el ficus de Pilar, nuestra vecina de abajo.


La cosa, eso sí, tiene su explicación. Que no es que ahora me haya dado a mí por montar fiestas ilegales, quita, quita. A esto, más que fiestas, lo llamaría yo cine de verano.


Todo empezó mi primer día de vacaciones. Estaba yo aburrida y me senté con el Pronto en la terraza, en la tumbona, muy dispuesta a enriquecer mis conocimientos sobre el mundo contemporáneo y, más concretamente, sobre el mundo íntimo de la Pantoja. Y fue entonces, cuando ya estaba bien acomodada, con mis gafas de cerca puesta y mi BitterKas recién abierto a un lado, cuando lo vi.


Justo en el edificio de enfrente, separado del mío por una calle tan estrecha por la que no pasa ni un camioncillo, pues justo en la casa de enfrente, a través del cristal, que no tenían ni la cortina echada, ni un estor ni nada, lo pude ver en todo su esplendor.


Una muchacha y un muchacho. Ella disfrazada de dálmata. Él de pastor alemán. Ella a cuatro patas. Algo que, de primeras, si explico que va disfrazada de dálmata, puede entrar dentro de los límites de la normalidad. Pero el caso es que se tomaron tan en serio sus papeles que, como animales, acabaron montándose el uno al otro.


Qué escándalo, qué sinvergüenzas. Hacer eso y con esas pintas. Que ahora hay gente para todo, pero échate al menos un visillo. Y ahí estaban, dale que te pego. Y el muchacho ladraba, que hasta se escuchaba desde mi casa, y la muchacha se rascaba la oreja con la pata, o sea, la mano delantera. Y más dale que te pego. Y una posturita por aquí. Y otra por allá. Y se daban la vuelta. Y él la cogía a ella. Y ella lo cogía a él. Y se daban la vuelta. Y se ponían para delante y para detrás y para en medio. Y se daban la vuelta. Y unas posturas que, de verdad, yo no había visto ni en el Circo del Sol, que me llevó Antonio hace cosa de diez años pero aún me acuerdo. Y se daban otra vez la vuelta.


Qué sudores me entraron. Yo quería gritarles todo el tiempo que eran unos sinvergüenzas, que echaran de una vez la persiana, que las gentes del portal 3 no necesitábamos verlos haciendo el perrito. Pero entre una filigrana y otra a mí me tenían embobada y se me fue el santo al cielo.


Cuando acabaron —y qué manera de acabar, como una fuente— fue cuando me percaté de que en la habitación había una tercera persona. Primero vi como una sombra y me temí lo peor: que teniendo al dálmata y al pastor alemán, lo que faltaba era el gran danés. Pero, para mi tranquilidad, cuando apareció la figura y la vi por completo, me di cuenta de que era un señor vestido de persona normal. Y con una cámara de vídeo. Lo había estado grabando todo.


Y así se dieron todas las tardes de la primera semana de mis vacaciones. Cada día, al salir, un vestuario diferente, aunque los mismos chico y chica y el mismo tercero en discordia. Después de los perros vinieron los cowboys, los granjeros, el butanero y hasta lo que, a mi parecer, era una recreación bastante inexacta de Bart y Lisa Simpson. Y todo interpretado con una finura suprema, con un gusto exquisito, con un compás trepidante.


Entre una cosa y otra me quedé sin leer el Pronto. El fin de semana, menos mal, descansaron. Que los muchachos serían jóvenes y todo lo que tú quieras, pero un reposo y un polvito de talco siempre viene bien.


El sábado y el domingo me sentí sola en la terraza, para qué vamos a engañarnos. Me acabé el Pronto, eso sí. Menos mal que el lunes volvieron y con fuerzas renovadas: una versión de Romeo y Julieta en la que Romero se metía el navajazo con su propio cimbrel. Menudo espectáculo.


Yo, que me pasaba las tardes solas porque mi marido trabajaba en el almacén, cuando acababa el rodaje me daban ganas de levantarme y aplaudir y comentar la trama del día con alguien. Pero, claro, por aquel entonces, como no lo comentara con el geranio, no sé con quién.


Así que todo comenzó invitando a Luisa a tomar el té. Yo no le quise adelantar nada, porque esta también viene de las monjas y seguro que me hubiese tomado por una fresca y una loca. Menudo sofoco se llevó, pero acabó aplaudiendo a la ventana de enfrente y gritando bravo, bravo, bravo. Que hasta salieron los actores al balconcito a saludar y la Luisa me cortó un clavel —qué hija de puta, con lo que me cuesta mantener las plantas con vida— para lanzárselos.


Después se fue corriendo la voz y se fueron apuntando también Conchi, la del pilates de los jueves por la mañana; Maribel, la de Frutas Maribel; Marisa, la otra cajera del supermercado; Lucía, la supervisora con la que tuve la discusión, por enterrar el hacha de guerra; Marcial, el vendedor de cupones de la ONCE que se pone siempre a la salida del metro y que no te oye pero que te lee los labios que ni los del FBI; y Juanlu, el vecino del ático, que decía que él también se había dado cuenta del espectáculo, pero que le daba el reflejo del sol en el cristal y no veía nada.


Hasta llegar al día de hoy. Que la voz se ha ido extendiendo y ya hay gente en la terraza que ni siquiera conozco. Algunos se han traído neveritas de la playa, bocadillos, palomitas. Hay incluso un señor que va de un lado a otro, de barandilla a barandilla, con una bolsa de plástico y cantando que cervezas a un euro.


Lo de hoy ha sido toda una belleza. Qué movimientos, qué postura, qué trama, qué vestuario. Una versión de ‘La Flauta Mágica’, mi ópera favorita. Tan emocionante ha sido que el público —o sea, mi terraza entera— no ha podido evitar romper en aplausos y gritos de júbilo cuando la flauta ha acabado sonando y estallando como la Cibeles. Maribel incluso se ha echado a llorar a lágrima viva de la emoción.


Cuando el director ha gritado el ¡corten!, no hemos parado de gritar hasta que el equipo al completo, como cada tarde, ha salido al balconcito a saludar.


—¡Oye, oye! —grita entonces Marcial, el de la ONCE—. ¿Mañana cuál toca?

—¡Caperucita y el lobo pollón! —le contesta a gritos el director desde el otro lado.

—Uy, con lo que le gusta a mi niña el cuento de la Caperucita —me susurra Marisa—. Mañana me la traigo.


Y el público vuelve a romper en aplausos. Luego, como cada tarde, nos hemos despedido todos los vecinos entre nosotros. Antes de salir por la puerta de casa, Marcial me dice:


—Mañana me traigo los prismáticos, que estos no ponen subtítulos y yo a esta distancia no llego a leerles los labios.


* Fotografía de portada de Eivind Hansen.

 


Yo no sé quién inventaría la frase esta de que si algo puede salir mal, saldrá mal, pero tiene más razón que un Santo. Porque todo parecía que iba a salir bien, teníamos el hotel reservado desde finales del año pasado y los vuelos cogidos, que los compramos con tiempo porque ya sabemos que si se te echa el tiempo encima luego tienes que acabar vendiendo tus intestinos en el mercado negro para poder pagar el billete de avión. Y yo, llámame loca, pero le tengo aprecio a mis hígados, a mis intestinos y hasta a mi páncreas, que para algo llevo desde pequeñita con ellos. Y si nadie me compra la lamparita del salón por Wallapop, que está como nueva, menos me van a comprar un pulmón, que fumo Ducados.


Pero todo, en fin, se tuvo que joder en el momento en que a mi marido se le metió en la cabeza que, estando de vacaciones, sería divertido probar a hacer un deporte de riesgo. Yo le dije, Antonio, ¿para qué? ¿Para qué quieres hacer tú ahora un deporte de riesgo, que estamos de vacaciones, que el mayor deporte de riesgo que has hecho en tu vida es secarte entre los dedos de los pies al salir de la ducha, que una vez, te acuerdas, una vez por poco te me vas al otro barrio por culpa de un resbalón?


Oye, y que no entró en razón. Y mi Antonio se puso pesado, como un niño pequeño, que si vamos a tirarnos en parapente, que si eso es muy guay, que si seguro que nos da vidilla, que si el parapente, el parapente, el parapente… El puto parapente.


Total, que al final nos tuvimos que tirar en parapente. En nuestro segundo día de vacaciones. Mira que lo podríamos haber dejado para el último, por si pasaba alguna desgracia (que, por supuesto, ha acabado pasando), así al menos podíamos disfrutar de los seis días anteriores.


Pero no. Si a mi Antonio se le mete en la cabeza que hay que tirarse en parapente el segundo día, ahí me tienes a mí el segundo día con los arneses apretándome las ingles. Y a él también, que encima es un quejica y no está hecho para estas cosas. Que después de diez minutos con el arnés puesto ya se estaba quejando, que le apretaba mucho, decía, que se le estaba subiendo el testículo izquierdo a la altura del ombligo y le estaba dando como una sensación entre grimilla y dolor.


Allá que subimos al pico de una montaña con dos monitores para tirarnos. Estábamos subiendo a la cima en uno de estos coches que son como de safari, a lo descapotable mozambiqueño. Uno de los monitores nos estaba explicando cómo sería toda la experiencia —así lo llamaba él, experiencia, me río yo— y que no teníamos que hacer nada, solo disfrutar… Cuando pasó.


Justo cuando voy a abrir la boca para quejarme, justo para pedirle al monitor que si me podía enseñar antes de saltar en parapente todos los documentos de seguridad, no sé, que habían pasado todas las inspecciones sanitarias, que los parapentes habían aprobado la ITV o lo que coño hiciera falta. Yo me fiaba de ellos, claro que sí, les dije, que con la pasta que había costado la experiencia de los cojones yo me fiaba de ellos, como para no fiarme… Pero quería quedarme tranquila.


Y ocurrió. En esto que voy a abrir la boca para empezar a pedir documentos y certificados, se me mete un moscardón en la garganta. Directa al estómago, sin masticar ni nada. Y yo empiezo a mover las manos y a emitir gemiditos y mi Antonio poniendo cara de apuro. Ya estás montando el numerito, me susurró mientras yo seguía descomponiéndome viva.


Le duró poco lo de la vergüenza ajena. Se la quité de un guantazo. Le expliqué como pude lo que me acababa de ocurrir, que me había tragado así, sin masticar, como quien se mete un chupito, un moscardón que me había rajado toda la garganta. Y que qué desconsiderados eran por allí los moscardones, que se te meten sin preguntarte si quiera si te apetece comérmelos.


Y claro, mi cabeza empezó a darle vueltas al asunto. Porque los moscardones, ya sabemos, a mí me lo decía mi madre, se posan en cualquier mojón que se encuentren por la calle. No le hacen ascos a ningún zurullo. Y, por ende, no traen más que enfermedades.


Y yo, mientras seguíamos subiendo en el descapotable mozambiqueño, me estaba empezando a marear. Y a sentir unos sudores fríos que me subían desde los pies. Seguro que el moscardón, que ahora estaría deshaciéndose en alguna parte de mi organismo, al que tanto aprecio tengo, me había pegado alguna enfermedad subtropical de las que se leen cada semana en los periódicos.


Le transmití a Antonio mi preocupación en un susurro. Él me contestó que me tranquilizara, que eso le pasaba cada año a dos, tres personas como mucho.


–Pues qué casualidad que este año yo voy a ser la cuarta. ¡Llévame al hospital!


Empecé a repetirlo tan fuerte, tantas veces, lo de llevarme al hospital, que el monitor tuvo que dar media vuelta con el descapotable mozambiqueño y bajar la montaña a toda hostia. Y entre los parapentes atados en la parte de atrás, la velocidad y la bajada, íbamos planeando y las ruedas casi no tocaron el suelo. Aunque ya no sé si era real o una sensación, la de flotar, que me estaba provocando la enfermedad subtropical.


A todo esto, a mí me iban subiendo las pulsaciones y me estaba empezando a doler la barriga. El moscardón seguro que se había pegado a un mojón de jabalí, que esos tienen que tener un montón de enfermedades, y yo me las había tragado todas. Se me estaban empezando a dormir los brazos, las manos, hasta media cara.


–Me está dando un ictus, Antonio.


Él ni puto caso me hacía. Aunque fuésemos todavía por mitad del campo, mi Antonio concentraba toda su atención en sacar un pañuelo blanco por la ventanilla, por eso de los primeros auxilios y tal, que por poco se me queda manco contra el tronco de una palmera.


El monitor seguía conduciendo a toda hostia y preguntándome que cómo iba. Yo le decía que mal, que cómo iba a ir, que me sentía morir. Que ahora, además de los sudores, la fiebre, el cuerpo dormido y el ictus, también se me estaba empezando a ir un ojo.


–Veo doble –dije con voz temblorosa.

–Es que somos gemelos –me contestó el otro monitor.


Eso me dejó un poco más tranquila, pero no lo suficiente. Hijo de puta el moscardón, el parapente, mi Antonio, los monitores gemelos (es verdad, cómo se parecían, dos gotitas de agua) y el viaje.


Pensaba que no llegaría al hospital, que el fin de mis días sería en ese descapotable mozambiqueño y con mi Antonio, en vez de dándome la mano cariñosamente, sacando un pañuelo blanco por la ventanilla. Pero acabé llegando, tambaleándome, viendo todo borroso.


Me esperaba una silla de ruedas en la puerta del coche. Los monitores gemelos me levantaron a pulso, me sacaron del descapotable y me sentaron en la silla, mientras mi Antonio seguía moviendo el pañuelito arriba y abajo.


–Para ya, Antonio, para ya con el pañuelito.

–No puedo. Creo que de la tensión se me ha quedado un nervio cogido.


Ahí íbamos en procesión. Yo delante, convulsionando, que hasta había empezado a echar espuma por la boca, con un monitor empujándome la silla de ruedas, el otro monitor empujando a su gemelo y mi Antonio detrás, moviendo el pañuelito. Que hasta un enfermero me gritó al pasar: «¡Viva la Virgen de la Macarena!»


Lo que sucedió después lo tengo un poco más borroso, todo por culpa del maldito moscardón y la cantidad de enfermedades que debió pegarme. Creo que empecé a gritar, a chillar, a correr por la sala de espera del hospital, a arrancar el gotelé de las paredes rascando con los dientes. Creo, no lo tengo muy seguro, pero creo que cuando llegó un médico a atenderme le mordí un hombro y luego, cuando vino una enfermera para cortar la hemorragia, a ella le mordí una oreja. Mi Antonio, menos mal, aprovechó el meneíto del pañuelo para limpiar tanta sangre.


No me sentía yo. El moscardón se había apoderado de mí. Más que una enfermedad era un demonio que me había poseído y que hacía conmigo lo que quería. Fui consciente de ello cuando Antonio me preguntó:


–¿Te traigo una tila?


Y yo le dije que sí. Pero no porque quisiera que me trajera una tila, que en esos momentos no me entraba nada en el cuerpo y menos una infusión, con las calores que yo tenía. Le dije que sí porque sentí el impulso de tirársela en la cara. Y así lo hice. Y mi Antonio, pobrecito mío, empezó a gritar como nunca lo había escuchado mientras los mofletes le echaban humo.


Pero cómo me quiere. Ahora me han pasado a planta, a una habitación para mí sola, blanquísima, preciosa, con un pijama que me han puesto con cinturones en las mangas, supongo que para evitar los espasmos. Y a él, a mi Antonio, lo tengo sentado a mi lado, con la cara llena de ampollas. Pobrecito mío. Aunque tengo que cortar ya, porque acaba de llegar la enfermera, la que ahora tiene solo una oreja, y me ha dicho con retintín que tengo que tranquilizarme. Y he visto cómo me ha metido algo en el suero y me está empezando a entrar un sueñecito que...


* Foto: Frank Mijares para Beauty Scene (Pinterest)



La abuela está loca. Por mucho que mamá diga que lo que está es mayor, lo que está es loca. Lo que pasa es que mamá quiere encubrir la locura de la abuela en la vejez, porque mamá es muy lista, porque mamá sabe que la locura es hereditaria y ella no quiere acabar así.


Si alguien no me cree, si alguien piensa que la que está loca soy yo, que venga un día a mi casa. Que venga un día y que se siente en la terraza con la abuela, porque la abuela está todo el día en la terraza, desde que se despierta hasta que se acuesta. Y un día, me lo estoy temiendo, le va a dar un chungo. Porque el toldo está roto, no baja, lo hemos intentado pero no baja, está encasquillado arriba, y a la vieja le da el sol de frente durante todo el día. Que mamá dice que la orientación de la terraza es maravillosa, que da al sur, que le da el sol todo el día, pero verás tú como un día salga y se encuentre a la abuela consumida como una colilla en un cenicero. Porque yo cada día la veo más así, como un piti, consumiéndose, y ya no sé si es que envejece a una velocidad supersónica o es que se nos está deshidratando.


La abuela se pasa todo el día en la terraza porque está esperando a que lleguen los marcianos a por ella. Porque dice que vendrán a llevársela y ella está encantada con la idea. Pero es que, además, dice que ya ha hablado con uno de ellos, con uno verde y majísimo, que le dijo que vendría con su nave para llevársela a su planeta. Pero abuela, ¿cómo coño vas a hablar con un marciano?, le pregunté yo una vez. Con la mente, ¿cómo voy a hablar si no?, me respondió. Así, como si fuera lo más normal del mundo. Como si la que estuviese loca fuese yo. Hay que joderse.


Y erre que erre con los marcianitos, que no tiene otro tema de conversación. El primer día y el segundo —el tercero ya se cansó y ni siquiera lo intentó—, mamá le puso en el salón a Juan y Medio en la tele, que siempre le ha encantado a mi abuela, a ver si así conseguía que se metiera para dentro. Pero ni eso. Que ella ya no se levanta de la silla de la terraza como no sea para dormir, mear o cagar.


Un día salgo, es que me lo veo venir, y me encuentro a la vieja achicharrada viva. Y yo diciéndole a mamá que hay que hacer algo, no sé, meterle una pastilla de esas que dejan a los abuelos como tiesos pero sin llegar a matarlos, que los dejan como muñecos, para que la podamos meter para dentro. Yo creo que es la única solución, pero ya no se lo repito más a mamá, porque la última vez que se lo dije me metió un guantazo. Y a mí me puedes hacer entrar en razón de muchas formas, porque no estoy loca, pero agredirme físicamente no. Porque entonces te hago la cruz de por vida.


Es solo una semana, me dijo mamá después de meterme la hostia, siete días y ya la llevamos otra vez a la residencia, y allí que se las apañen. Yo no le contesté, porque después de la guantada no tenía yo cuerpo para mantener una conversación.


Han pasado seis días y la vieja no ha muerto. Pero ahí sigue, en la terraza, mirando al cielo y esperando a que vengan a por ella. Yo no sé si será por las cataratas que tiene, pero me sorprende la cantidad de tiempo que puede estar la mujer mirando al sol sin parpadear. Verás que me voy a quedar con una abuela, además de loca, ciega.


Esta tarde, como es la última porque mañana ya mamá se la lleva de vuelta a la residencia, me ha dado pena y he decidido sentarme un ratito con ella. Como no sabía cómo empezar la conversación, porque esto de hablar con locos me da un poco de apuro, he comenzado diciendo:


—Todavía no han venido, ¿no?


Ella no me ha contestado. Ni siquiera me ha mirado. Únicamente ha negado con la cabeza y yo he pensado que, para eso, mejor quedarme callada. Así que no he vuelto a abrir la boca pero me he quedado ahí, sentada a su lado, echando el rato.


Y lo que ha pasado entonces ha sido fuerte. Mazo fuerte. Así, como en un relámpago, cuando el sol ya se estaba poniendo, han aparecido en el cielo una serie de luces de colores. Blancas, azules, verdes, rojas, como de puticlub. Me he quedado flipando. Pensaba que era el efecto este que pasa cuando estás mucho tiempo al sol, que empiezas a ver como lucecitas de colores. Pero no. Parpadeaba y seguían ahí, cada vez más grandes, más fuertes, más intensas, como si estuvieran acercándose.


Entonces he mirado de reojo a la abuela y estaba sonriendo y con la sonrisa se le estiraba la cara y le desaparecían como un poco las arrugas, como si se hubiese vuelto a hidratar, como si se hubiese bebido de golpe una garrafa de ocho litros de Bezoya. Y con esa sonrisa se ha girado hacia mí y me ha dicho:


—¿Ves? Y tú no me querías creer.


* Foto: Miles Aldridge fotografiando a Estelle Chen para Vogue Italia (Junio 2015)


Hace días que mi marido no me dirige la palabra, ni para pedirme el café cortado de por la mañana. Que ahora, además de no hablarme, mi marido camina por la casa —pasillo arriba, pasillo abajo— como un muñeco sin pilas porque su cuerpo ya estaba acostumbrado a la cafeína y sin ella no rinde. Y a mí, la verdad, eso me pone un poco nerviosa, pero tampoco está la situación como para darle una colleja y que espabile. Eso sí, a mí como el cortado no me lo pida, yo no se lo pongo.


Cuando se enfadó yo le dije que lo entendía, pero que la familia es lo primero. Así se lo dije, tal cual, le dije Ángel, mi amor, si yo te entiendo, pero es que la familia es lo primero. No me quiera poner encima ahora a mí de mala. Al final parece que va a ser él el que no entiende.


Si, además, a él la Navidad ni fú ni fa. Que cada año está siempre con lo mismo, que si esto ni es Navidad ni es nada; que si los Reyes Magos no son los padres, sino El Corte Inglés; que cómo la sociedad puede caer en una trampa capitalista tan tonta; que de Papá Noel nanai y del árbol de Navidad otro tanto, que aquí se pone el Belén y a Malchor, Gaspar y Baltasar trepando por el balcón. Yo le digo que no, que en el balcón ni los Reyes Magos, ni Papá Noel ni Cristo crucificado, que luego me despierto a media noche para ir a la cocina a por un vasito de agua, cruzo por el salón y me llevo el soponcio pensando que hay unos rumanos intentándose colar por la terraza.

 

Yo ahora le pregunto: Ángel, mi vida, si a ti no te gusta la Navidad, ¿por qué te molesta tanto? ¿Por qué no me hablas ni para pedirme tu cortadito? Pero él no me contesta. Él sigue andando —pasillo arriba, pasillo abajo— como un muerto viviente, sin ningún destino. Nunca le he visto andar tanto al hombre, que lleva así tres días y ayer por la noche, que me fijé en la cama, me di cuenta de que los gemelitos ya le están empezando a coger forma. Todo no iba a ser malo, menos mal.


Yo se lo intenté explicar de la forma más correcta posible. Porque yo veo todos los días a Susanna Griso en televisión, que me encanta, que soy fan como ninguna otra de Susanna, y aprendo mucho de ella y escucharla hablar y dar las noticias me ayuda mucho a mí para hablar y aprender a explicarme mejor. Así que se lo intenté explicar a Ángel. Yo le dije Ángel, mi amor, la familia es lo primero, tú lo sabes bien. Y si vienen los niños, que hace mucho que no los vemos, que es hacerse mayores y olvidarse de quienes los han parido, yo no puedo hacer otra cosa. Y si viene Sarita con el novio yo no le puedo decir que no, que sabes que Albertito para mí es como un hijo. Y si la madre de Albertito está mayor y está sola en la residencia y Albertito no quiere que pase allí la pobre mujer sola, desamparada, la Nochebuena, pues la mujer se tendrá que venir, que yo también la quiero mucho a la pobre, que está mayor y a lo mejor estas son sus últimas Navidades, que ya sabes el problema que tiene del riñón. Y si luego me viene el pequeño, el niño, diciéndome que si puede traer a un amiguito, que yo creo que no son amiguitos, yo creo que ahí hay algo más pero que al niño le da vergüenza decírnoslo, ni que fuésemos nosotros unos carcamales, si somos muy modernos tú y yo, Ángel, pues yo le digo al niño que se traiga a su amiguito para la cena de Nochebuena. Porque la familia es lo primero, Ángel, mi amor. ¿Tú lo entiendes? Y si nos ponemos a contar con Sarita, Albertito, la madre de Albertito, el niño y el amiguito del niño… Van cinco. Y súmame a mí. Pues somos seis. Y seis es el máximo, Ángel, mi amor. Que en vez de yo te podrías haber quedado tú, sí, que yo no habría tenido ningún problema. Pero entonces, ¿quién iba a cocinar? ¿Eh, Ángel, mi amor? Si te quedas tú en vez de yo en Nochebuena no se come ni una tortilla liada, ¿sabes lo que te quiero decir? ¿Tú me comprendes? Que el Telepizza cierra, mi amor.


Pero nada, él no entra en razón. Pasillo arriba, pasillo abajo. Y con la misma cara de acelga. Yo, que lo hice con todas las buenas intenciones, porque la familia y la salud pública y lo que diga el Gobierno es lo primero. Que también pensé en Ángel, por mucho que me lo recrimine. Porque podría haberlo dejado en la calle, sentado con su pechuguita de pollo en el banco frente al portal, esperando a que Sarita y Albertito y la madre de Albertito hubieran cenado y se hubiesen ido para que él pudiera subir a casa. Pero no. Porque yo también pienso en Ángel y me acordé que en casa de mi hermano, en casa de Antonio, eran solo dos para cenar: él y su mujer. Así que allí lo mandé, para que Ángel no se quedara esperando en el banco, que hace frío. Creo que el enfado lo ha cogido porque sigue teniéndole un poco de tirria a mi hermano, y mira que han pasado años.


Llevo días preocupada. Por Ángel y por el parqué del pasillo, que está perdiendo brillo. Y a ver quién le dice a Ángel que baje a darse la vueltecita al parque porque a este ritmo me va a dejar el suelo como un corcho.


* Imagen: Markus Spiske


Digamos que no soy una mujer de mucho experimentar, Dios lo sabe bien, que desde que cumplí los dieciocho desayuno lo mismo y ceno lo mismo, llevo el mismo peinado, no me he hecho ni piercings ni tatuajes ni me causan el más mínimo interés. De hecho podría decirse que no me gusta experimentar. Lo nuevo, no sé, me da como miedo. ¿Por qué iba a cambiar algo de mí si hasta ahora me ha ido bien? La gente a la que le gusta innovar, “reconstruirse”, como ellos dicen,  me dan un poco de envidia, no voy a mentir.

Pero con esto de la cuarentena y con mi marido en casa y con el niño en el pueblo —que dio la casualidad de que estaba en casa de sus abuelos cuando el Estado de Alarma y ya hemos aprovechado el tirón—, pues que estando los dos solos me dice el otro día «oye, Mariluz» y yo le dije «qué quieres, Antonio», así, un poco borde. Estaba haciendo limpieza a fondo de armarios, que si no nunca encuentro tiempo para estas cosas, y se lo solté así de borde pues porque estaba cabreada de frotar y porque las uñas se me están desintegrando de tanto desinfectar con lejía. Que la casa entera me huele a laboratorio químico.

Total, que lo que Antonio venía a decirme es que él siente, que igual no, me insiste que igual es algo que sólo él se imagina pero que lo siente y me lo quiere decir, pues que siente que nuestra relación ha llegado a un stand by, me lo dice así, intentando pronunciar muy bien el inglés porque últimamente le ha dado mucho por usar palabras en inglés desde que se apuntó el año pasado a una academia para sacarse el B1. Pues me dice que ese es el problema, «que follamos poco, you know? Que creo que necesito más, probar cosas nuevas. ¿Me entiendes? Llevamos, ¿cuánto?, ¿veinticinco años juntos? Es too much y es normal que nuestra relación se haya enfriado. Tenemos que volver a darle esa pasión. Fire».

Yo, claro, ante esta explosión de sinceridad me quedé con una poker face que ni su santa madre. «Te vas a cagar», le contesté. Y en qué momento. Si ya sabía yo por qué no me gustaba eso de experimentar.

Le metí un empujón y lo tiré encima de la cama. Antonio sonreía, aquello le estaba poniendo y a mí también, la verdad, que la situación tenía su punto. «Te voy a follar», le susurré al oído. En qué momento.

Nunca he sido de ver muchas películas guarras, pero de vez en cuando alguna ha caído y siempre me encanta cuando la mujer, bueno, a ver cómo lo explico para no resultar soez. La mujer en cuestión se coloca lo que viene siendo un arnés con un miembro incrustado y toma en posesión al hombre. Por detrás. Así que decidí hacer realidad esa fantasía, por llamarlo de alguna forma.

Sólo que no disponía del arnés en cuestión. Pero yo siempre he sido muy resolutiva, así que mientras tenía atado a Antonio bocabajo en la cama cogí un cinturón, el pegamento en barra del niño y allí que le sellé la minipimer. Por favor, que nadie se escandalice, que yo llamo minipimer al vibrador porque te remueve todo a una velocidad de escándalo. Si es la minipimer en sentido literal imagínate qué follón.

Una vez acabada las manualidades, allá que fui, con la minipimer a la máxima potencia, casi echando chispas. Y bueno, el resto no hace falta que lo narre porque hay cosas que ya puedes imaginar. En qué momento.

Te daré un consejo de amiga: el pegamento en barra se llama pegamento pero sólo sirve para que los niños lo esnifen, porque pegar, pega poco. Muy poco.

Qué show cuando tuvo que venir la ambulancia a casa, mi Antonio con los ojos haciéndole chiribitas, medio riendo medio llorando, sin poder estarse quieto por la casa y yo diciéndole que dejara de correr por el pasillo. «Que no puedo, Mariluz, impossible».

Si es que ya sabía yo que lo de experimentar muy pocas veces sale bien. Menos mal que a mi Antonio ya se le han quitado las ganas de probar cosas nuevas. Porque, según él, la experiencia fue muy disgusting.

* Imagen de cabecera: Charles Deluvio