Todo el año partiéndome el lomo trabajando en el supermercado, que tengo jodido el túnel carpiano de pasar tanto código de barra. Y, además, tener que vivir toda una batalla campal con mi encargada en mitad del pasillo seis, entre los desodorantes y las compresas, para poder conseguir las dos últimas semanas de agosto de vacaciones y poder irnos a Marina Do’r, al pisito que mi hermano se compró cuando el boom, cuando no paraban de anunciarlo por la tele. El piso no es nada del otro mundo, tiene algunas paredes desconchadas, pero está bien. Allí se desconecta, se está cerca de la playa, no hay nada más que hacer que ir a darse un baño, a tomarse el sol y a estar con los sobrinos, que son una monería y que, desde que mi cuñada se murió —pobrecita, qué mala suerte, se tragó una mosca y la palmó—, los niños están faltos de cariño y agradecen la compañía de una.
Pero entonces es cuando a mi marido, tres días antes de partir, que tenía hasta el neceser ya hecho, le dicen que tiene que quedarse todo agosto trabajando en el almacén. Que a uno de sus compañeros le ha pillado el brazo una máquina, que se lo han tenido que amputar, y que van a necesitar más mano de obra. Porque el señor, pobrecito mío, mano ya no tiene.
Y aquí estoy yo, que me quedo sin vacaciones. Porque Marina Do’r muy bien, pero yo sin mi marido, sola ante el peligro, no me atrevo a pasar mis dos semanas libres con mi hermano, que está llorando todo el día por su mujer muerta y que le ha cogido pavor a las moscas, los mosquitos y a cualquier bicho volador; y con mis sobrinos, que son muy monos y todo lo que tú quieras, pero están en la edad del pavo y yo, a la mínima tontería, capaz soy de echarles a cada uno un Orfidal en el Cola Cao. Y no me gustaría llegar a esos límites, que seguro que drogarles de esa forma a esas edades les afecta al crecimiento, y verás tú como se queden en el metro y medio de por vida y por mi culpa, lo mal que me iba yo a sentir.
Pero a mí, desde bien pequeña, las monjas en el colegio me enseñaron a ver el lado bueno de las cosas. ¿Y qué hay de bueno en pasar las vacaciones en Madrid? Que al menos una tiene una casa con terraza, que mucho trabajo nos costó terminar de pagar la hipoteca. Y aquí fuera echo yo mis tardes-noches. Eso sí, sola no… Porque de tanta gente como acaba en la terraza, un día me estoy viendo que se nos desprende el suelo y acabo con el mondongo plantado sobre el ficus de Pilar, nuestra vecina de abajo.
La cosa, eso sí, tiene su explicación. Que no es que ahora me haya dado a mí por montar fiestas ilegales, quita, quita. A esto, más que fiestas, lo llamaría yo cine de verano.
Todo empezó mi primer día de vacaciones. Estaba yo aburrida y me senté con el Pronto en la terraza, en la tumbona, muy dispuesta a enriquecer mis conocimientos sobre el mundo contemporáneo y, más concretamente, sobre el mundo íntimo de la Pantoja. Y fue entonces, cuando ya estaba bien acomodada, con mis gafas de cerca puesta y mi BitterKas recién abierto a un lado, cuando lo vi.
Justo en el edificio de enfrente, separado del mío por una calle tan estrecha por la que no pasa ni un camioncillo, pues justo en la casa de enfrente, a través del cristal, que no tenían ni la cortina echada, ni un estor ni nada, lo pude ver en todo su esplendor.
Una muchacha y un muchacho. Ella disfrazada de dálmata. Él de pastor alemán. Ella a cuatro patas. Algo que, de primeras, si explico que va disfrazada de dálmata, puede entrar dentro de los límites de la normalidad. Pero el caso es que se tomaron tan en serio sus papeles que, como animales, acabaron montándose el uno al otro.
Qué escándalo, qué sinvergüenzas. Hacer eso y con esas pintas. Que ahora hay gente para todo, pero échate al menos un visillo. Y ahí estaban, dale que te pego. Y el muchacho ladraba, que hasta se escuchaba desde mi casa, y la muchacha se rascaba la oreja con la pata, o sea, la mano delantera. Y más dale que te pego. Y una posturita por aquí. Y otra por allá. Y se daban la vuelta. Y él la cogía a ella. Y ella lo cogía a él. Y se daban la vuelta. Y se ponían para delante y para detrás y para en medio. Y se daban la vuelta. Y unas posturas que, de verdad, yo no había visto ni en el Circo del Sol, que me llevó Antonio hace cosa de diez años pero aún me acuerdo. Y se daban otra vez la vuelta.
Qué sudores me entraron. Yo quería gritarles todo el tiempo que eran unos sinvergüenzas, que echaran de una vez la persiana, que las gentes del portal 3 no necesitábamos verlos haciendo el perrito. Pero entre una filigrana y otra a mí me tenían embobada y se me fue el santo al cielo.
Cuando acabaron —y qué manera de acabar, como una fuente— fue cuando me percaté de que en la habitación había una tercera persona. Primero vi como una sombra y me temí lo peor: que teniendo al dálmata y al pastor alemán, lo que faltaba era el gran danés. Pero, para mi tranquilidad, cuando apareció la figura y la vi por completo, me di cuenta de que era un señor vestido de persona normal. Y con una cámara de vídeo. Lo había estado grabando todo.
Y así se dieron todas las tardes de la primera semana de mis vacaciones. Cada día, al salir, un vestuario diferente, aunque los mismos chico y chica y el mismo tercero en discordia. Después de los perros vinieron los cowboys, los granjeros, el butanero y hasta lo que, a mi parecer, era una recreación bastante inexacta de Bart y Lisa Simpson. Y todo interpretado con una finura suprema, con un gusto exquisito, con un compás trepidante.
Entre una cosa y otra me quedé sin leer el Pronto. El fin de semana, menos mal, descansaron. Que los muchachos serían jóvenes y todo lo que tú quieras, pero un reposo y un polvito de talco siempre viene bien.
El sábado y el domingo me sentí sola en la terraza, para qué vamos a engañarnos. Me acabé el Pronto, eso sí. Menos mal que el lunes volvieron y con fuerzas renovadas: una versión de Romeo y Julieta en la que Romero se metía el navajazo con su propio cimbrel. Menudo espectáculo.
Yo, que me pasaba las tardes solas porque mi marido trabajaba en el almacén, cuando acababa el rodaje me daban ganas de levantarme y aplaudir y comentar la trama del día con alguien. Pero, claro, por aquel entonces, como no lo comentara con el geranio, no sé con quién.
Así que todo comenzó invitando a Luisa a tomar el té. Yo no le quise adelantar nada, porque esta también viene de las monjas y seguro que me hubiese tomado por una fresca y una loca. Menudo sofoco se llevó, pero acabó aplaudiendo a la ventana de enfrente y gritando bravo, bravo, bravo. Que hasta salieron los actores al balconcito a saludar y la Luisa me cortó un clavel —qué hija de puta, con lo que me cuesta mantener las plantas con vida— para lanzárselos.
Después se fue corriendo la voz y se fueron apuntando también Conchi, la del pilates de los jueves por la mañana; Maribel, la de Frutas Maribel; Marisa, la otra cajera del supermercado; Lucía, la supervisora con la que tuve la discusión, por enterrar el hacha de guerra; Marcial, el vendedor de cupones de la ONCE que se pone siempre a la salida del metro y que no te oye pero que te lee los labios que ni los del FBI; y Juanlu, el vecino del ático, que decía que él también se había dado cuenta del espectáculo, pero que le daba el reflejo del sol en el cristal y no veía nada.
Hasta llegar al día de hoy. Que la voz se ha ido extendiendo y ya hay gente en la terraza que ni siquiera conozco. Algunos se han traído neveritas de la playa, bocadillos, palomitas. Hay incluso un señor que va de un lado a otro, de barandilla a barandilla, con una bolsa de plástico y cantando que cervezas a un euro.
Lo de hoy ha sido toda una belleza. Qué movimientos, qué postura, qué trama, qué vestuario. Una versión de ‘La Flauta Mágica’, mi ópera favorita. Tan emocionante ha sido que el público —o sea, mi terraza entera— no ha podido evitar romper en aplausos y gritos de júbilo cuando la flauta ha acabado sonando y estallando como la Cibeles. Maribel incluso se ha echado a llorar a lágrima viva de la emoción.
Cuando el director ha gritado el ¡corten!, no hemos parado de gritar hasta que el equipo al completo, como cada tarde, ha salido al balconcito a saludar.
—¡Oye, oye! —grita entonces Marcial, el de la ONCE—. ¿Mañana cuál toca?
—¡Caperucita y el lobo pollón! —le contesta a gritos el director desde el otro lado.
—Uy, con lo que le gusta a mi niña el cuento de la Caperucita —me susurra Marisa—. Mañana me la traigo.
Y el público vuelve a romper en aplausos. Luego, como cada tarde, nos hemos despedido todos los vecinos entre nosotros. Antes de salir por la puerta de casa, Marcial me dice:
—Mañana me traigo los prismáticos, que estos no ponen subtítulos y yo a esta distancia no llego a leerles los labios.
* Fotografía de portada de Eivind Hansen.