Tiempo para experimentar


Digamos que no soy una mujer de mucho experimentar, Dios lo sabe bien, que desde que cumplí los dieciocho desayuno lo mismo y ceno lo mismo, llevo el mismo peinado, no me he hecho ni piercings ni tatuajes ni me causan el más mínimo interés. De hecho podría decirse que no me gusta experimentar. Lo nuevo, no sé, me da como miedo. ¿Por qué iba a cambiar algo de mí si hasta ahora me ha ido bien? La gente a la que le gusta innovar, “reconstruirse”, como ellos dicen,  me dan un poco de envidia, no voy a mentir.

Pero con esto de la cuarentena y con mi marido en casa y con el niño en el pueblo —que dio la casualidad de que estaba en casa de sus abuelos cuando el Estado de Alarma y ya hemos aprovechado el tirón—, pues que estando los dos solos me dice el otro día «oye, Mariluz» y yo le dije «qué quieres, Antonio», así, un poco borde. Estaba haciendo limpieza a fondo de armarios, que si no nunca encuentro tiempo para estas cosas, y se lo solté así de borde pues porque estaba cabreada de frotar y porque las uñas se me están desintegrando de tanto desinfectar con lejía. Que la casa entera me huele a laboratorio químico.

Total, que lo que Antonio venía a decirme es que él siente, que igual no, me insiste que igual es algo que sólo él se imagina pero que lo siente y me lo quiere decir, pues que siente que nuestra relación ha llegado a un stand by, me lo dice así, intentando pronunciar muy bien el inglés porque últimamente le ha dado mucho por usar palabras en inglés desde que se apuntó el año pasado a una academia para sacarse el B1. Pues me dice que ese es el problema, «que follamos poco, you know? Que creo que necesito más, probar cosas nuevas. ¿Me entiendes? Llevamos, ¿cuánto?, ¿veinticinco años juntos? Es too much y es normal que nuestra relación se haya enfriado. Tenemos que volver a darle esa pasión. Fire».

Yo, claro, ante esta explosión de sinceridad me quedé con una poker face que ni su santa madre. «Te vas a cagar», le contesté. Y en qué momento. Si ya sabía yo por qué no me gustaba eso de experimentar.

Le metí un empujón y lo tiré encima de la cama. Antonio sonreía, aquello le estaba poniendo y a mí también, la verdad, que la situación tenía su punto. «Te voy a follar», le susurré al oído. En qué momento.

Nunca he sido de ver muchas películas guarras, pero de vez en cuando alguna ha caído y siempre me encanta cuando la mujer, bueno, a ver cómo lo explico para no resultar soez. La mujer en cuestión se coloca lo que viene siendo un arnés con un miembro incrustado y toma en posesión al hombre. Por detrás. Así que decidí hacer realidad esa fantasía, por llamarlo de alguna forma.

Sólo que no disponía del arnés en cuestión. Pero yo siempre he sido muy resolutiva, así que mientras tenía atado a Antonio bocabajo en la cama cogí un cinturón, el pegamento en barra del niño y allí que le sellé la minipimer. Por favor, que nadie se escandalice, que yo llamo minipimer al vibrador porque te remueve todo a una velocidad de escándalo. Si es la minipimer en sentido literal imagínate qué follón.

Una vez acabada las manualidades, allá que fui, con la minipimer a la máxima potencia, casi echando chispas. Y bueno, el resto no hace falta que lo narre porque hay cosas que ya puedes imaginar. En qué momento.

Te daré un consejo de amiga: el pegamento en barra se llama pegamento pero sólo sirve para que los niños lo esnifen, porque pegar, pega poco. Muy poco.

Qué show cuando tuvo que venir la ambulancia a casa, mi Antonio con los ojos haciéndole chiribitas, medio riendo medio llorando, sin poder estarse quieto por la casa y yo diciéndole que dejara de correr por el pasillo. «Que no puedo, Mariluz, impossible».

Si es que ya sabía yo que lo de experimentar muy pocas veces sale bien. Menos mal que a mi Antonio ya se le han quitado las ganas de probar cosas nuevas. Porque, según él, la experiencia fue muy disgusting.

* Imagen de cabecera: Charles Deluvio

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